domingo, noviembre 02, 2008


La obsesión
Como cada mañana, el despertador sonó cuando faltaban cinco minutos para las siete. No por fuerza de voluntad, sino por hábito, se levantó de la cama al instante. Dobló la sábana, la manta y el cubrecama hasta que dibujó una diagonal, sacó los pies –primero el izquierdo: nunca dio crédito a las supersticiones- y los condujo hasta las zapatillas, alineadas en paralelo a la mesita de noche. Tomó la bata, que colgaba en un perchero de pared, se la puso y la ató con una lazada simétrica. Fue al baño, se miró al espejo, y se ordeno un poco el pelo. Miccionó y se lavó las manos; las secó con una toalla que ya había dejado preparada la noche anterior sobre el bidé, que nunca usaba, bajo el albornoz. Se dirigió a la cocina, sacó la cafetera del armario y encendió la radio. En ese momento sonaban las señales horarias y arrancaba el informativo. Se le escapó una sonrisa complaciente.
Con movimientos mecánicos preparó la cafetera: el agua, el café –descafeinado- molido. Encendió el fuego, tomó un medidor y puso leche hasta que el límite del líquido quedó emparejado con la línea que marcaba 110 mililitros. Le costó, y echó la culpa al gesto de confianza de apenas un minuto antes. En un principio el líquido rebasó la marca. Tuvo que verter algo de leche en fregadero y añadir, agarrando la caja con las dos manos, la suficiente para que se frenara en esa línea. En esa precisa línea. La de los 110 mililitros.
La cafetera humeaba. Metió el medidor con la leche en el microondas, y la calentó durante 80 segundos. La cafetera empezó a chirriar; no le gustaba, pero se consoló con el aroma. Con algo de prisa, abrió la caja de galletas y sacó siete. Tomó un plato, puso una servilleta encima y, una por una, las fue poniendo sobre el plato. El microondas pitó, la cafetera gorgojeaba. Dejó el plato sobre la mesa de la cocina, tomó una taza de la encimera del fregadero y, con cierta avidez, sacó la leche del microondas, la vertió en la taza, apagó el fuego y se sirvió café hasta que el contenido quedó a medio centímetro de la taza. No estaba muy convencido, pero se sentó a tiempo de poder escuchar la primera cuña de radio del día. La de siempre, a esa hora: un taller de reparaciones del barrio.
Tomó una galleta, la mojó en el café con leche –de un tiempo a esta parte ya no añadía azúcar, ni sacarina. Había decidido que no le gustaba-, y mordió media. Repitió la operación trece veces más, y volvió a pensar que se había excedido con el café. Miró el interior de la taza. Parecía algo más de lo que habitualmente le quedaba. Pensó en coger otra galleta, la octava. Tal vez así el contenido de la taza se rebajaría hasta donde debía estar. Pero desechó esa opción: le pareció una frivolidad. De un golpe, acabó con el contenido de la taza, y por un momento, le apeteció encender un cigarro. Frunció el ceño: llevaba veintisiete meses y dieciséis días sin fumar, pero no había conseguido liberarse de ese impulso. Cuando se levantó de la mesa, sonaba, como cada mañana, la música que anuncia la segunda parada publicitaria de la mañana. Apagó la radio. Miró el reloj de la cocina: eran las siete y diecinueve. Se sorprendió. Normalmente, esa segunda tanda de anuncios empezaba a las siete y veinte.
De nuevo ante el fregadero, cogió la cafetera –quedaba la mitad de su contenido, lo necesario para el café de la tarde- y la puso a reposar sobre una tabla de madera, para evitar quemar la encimera. Dio un tercio de vuelta al grifo de agua caliente y dos tercios al de agua fría, y enjuagó el plato, el medidor y la taza. Desde que había dejado de poner azúcar al café se ahorraba lavar la cucharilla. Cerró los grifos y puso todo en el escurreplatos, boca abajo, ocupando el lateral más cercano al fregadero. Tomó un trapo de cocina y se secó las manos.
En el baño, se quitó la bata y la dejó doblada sobre el bidé, que nunca usaba. Se desnudó, pensó un instante, y metió el pijama en la cesta de la ropa sucia. Era viernes.
Abrió los grifos del baño: media vuelta en el del agua fría y una y un cuarto en el del agua caliente. Se metió en la bañera; el agua le mojó los dedos de los pies. Activó la ducha e, instintivamente, se retiró unos centímetros. El primer golpe de agua siempre resultaba frío. Nunca había entendido por qué. Se metió debajo del chorro del agua durante un minuto, en el que se frotó con fuerza el recorrido de la barba. Se fue al otro extremo de la bañera, de donde colgaba un espejo. Tomó la cuchilla que reposaba en la balda que hizo instalar debajo, y se rasuró la cara. Empezó por el cuello, apuró las mejillas y, ya con más delicadeza, pasó la hoja por el labio superior y el mentón. Y tuvo el mismo pensamiento de siempre: le pareció una gran idea, la que tuvo de afeitarse en la ducha, aunque cuando empezó a sentir frío sopesó la posibilidad de dejar de hacerlo.
Ya afeitado, se refugió bajo el chorro de agua caliente rebajada con dos cuartas de agua fría. Se frotó la cara, se enjuagó las manos. Tomó la esponja, sobre la que dibujó un círculo de gel, y se enjabonó a conciencia, de las piernas al torso, y especialmente las axilas. Escurrió la esponja y la dejó en sobre la balda de debajo del espejo, a la que llegó forzando un poco el brazo.
Intuitivamente, acercó la mano al bote de champú, pero se detuvo. Los viernes no tocaba lavarse el pelo. Y dejó que durante un minuto el agua le desenjabonara.
Salió de la ducha y se detuvo un instante ante el espejo. Notó algo de falta de pelo y se vio seco, arrugado, aunque una inerte capa de grasa le reposaba sobre las caderas. No le importó demasiado. Se puso el albornoz y tomó la toalla, la misma con la que se había lavado las manos después de ir al baño. Cada reverso era de un color. Con el lado naranja, se secó el pelo. Se lo había cortado esa misma semana, así que no fue difícil dejarlo levemente húmedo. Se sentó sobre la tapa de la taza del inodoro y, con la otra parte de la toalla, el lado rojo, se secó los pies –especialmente entre los dedos-, y los gemelos. Se puso en pie y procedió con las pantorrillas y la entrepierna. Colgó la toalla por la etiqueta tras la puerta del baño, en un pequeño botón que hacía las veces de percha. Tomó el cepillo de dientes y la pasta. Puso dentífrico. Bastante, más de lo que él creía que debía ponerse, pero se disculpó recordando cuánto le gustaba el aliento a menta. Se cepilló: treinta movimientos de muñeca en cada laso de la boca y otros tantos en el frontal, de arriba abajo. Abrió el grifo del lavabo, puso el cepillo bajo el chorro de agua y le retiró los restos de dentífrico con el pulgar. Volvió a cepillarse los dientes, para quitar los restos de espuma, esta vez con quince movimientos de muñeca en cada lado de la boca y otros tantos en el frontal. Se inclinó y tomó un poco de agua, giró la cabeza hacia atrás, hizo gárgaras y escupió el agua sobre el lavabo. Repitió la operación dos veces más, cerró el grifo, volvió a poner en su sitio el cepillo de dientes y la pasta. Salió del baño y entró en su habitación. Encendió la radio. Como cada mañana, el locutor recordó que faltaban quince minutos para las ocho.
Aún con el albornoz puesto, hizo la cama. No se movía demasiado mientras dormía. Deshizo la diagonal que había dibujado al levantarse, encajó la almohada en el cubrecama. Recordó que era viernes, abrió el armario y, del cajón inferior, sacó un pijama. Lo puso entre el colchón y la almohada.
Con la cama hecha, se quitó el albornoz y las zapatillas. Había dejado el armario abierto. De la cajonera superior sacó unos calcetines negros. Se los puso. Hizo lo mismo con la muda y con una camiseta de invierno, que no hacía mucho que había empezado a usar. No las empleaba antes de la segunda semana de octubre, y no las llevaría más allá de la tercera de abril. Tomó un pantalón gris y se lo puso, pero no lo ató. Arqueó las piernas para evitar que se le cayera –siempre pensó que esa postura era un tanto ridícula, pero no conocía otra- y tomó una camisa blanca con rayas verticales negras, muy finas. Se la puso y la abotonó, también en los puños, y metió los faldones en el pantalón. Se incorporó con cierto alivio, y ya pudo atarse el botón del pantalón y la cremallera. Se metió las manos en los bolsillos para ahuecarlos, y se acercó a la cómoda, sobre la que estaban el cinturón y el reloj. Se ató el primero ajustando el cuarto agujero con la hebilla y el segundo en la muñeca izquierda, ajustado en el tercer botón. Le gustaba sentir esa pequeña presión. No obstante, no miró que hora era.
Volvió al armario, sacó un jersey azul marino, de cuello de pico, y se lo puso, y con tres gestos con los dedos –en los hombros, en los codos, en las muñecas- lo ajustó a la camisa. Cerró el armario. Le esperaban los mocasines, negros, alineados en paralelo a la cabecera de la cama. Se los puso, tomó el albornoz y volvió al baño. Lo colgó tras la puerta, junto a la toalla, aún húmeda. Tomó un peine y se echó todo el pelo hacia delante. Dibujó una raya a su izquierda –a la derecha, según la imagen que le devolvía el espejo- y se peinó. Con el pelo corto y prácticamente seco, apenas necesitó siete pasadas para tener el aspecto que debía. Tomó la bata y volvió a la habitación. La colgó junto a la cama. Encendió la radio: anuncios. Suspiró.
Se fue a la mesilla de noche y abrió el cajón. Tomo una libreta y un bolígrafo y escribió algo. Arrancó la hoja, volvió a guardarlo todo en el cajón, y puso la nota sobre la cómoda. Después, se fue al centro de la habitación. Se encaramó al taburete que había preparado la noche anterior. Tomó las esposas que estaban sobre el taburete y se ató las manos a la espalda. Introdujo, tras tres intentos en vano, la cabeza en la soga que también había preparado la noche de antes, y se balanceó hasta que perdió pie. Las señales horarias anunciaron que ya eran las ocho de la mañana.
Cuando, al cabo de varios días, la Policía encontró el cadáver, descubrió la nota que dejó escrita poco antes de morir. “Para qué mierda todo” , decía.

1 comentario:

dayita dijo...

muy buen blog tambien, muy lindos textos.
besos:)